Nota de Opinión
Por meses, los rumores corrían en el mercado: Aconcagua Energía, una de las petroleras independientes que había crecido más rápido en los últimos años, no estaba logrando cerrar la refinanciación de su deuda en dólares. El 17 de junio de 2025 llegó la confirmación: la empresa no pagó los intereses de una obligación negociable y anunció que iniciaría un proceso de reestructuración. Era el default.
El principio del fin
El problema no nació en junio. Durante los últimos dos años, Aconcagua acumuló vencimientos exigentes, en gran parte en dólares, con un flujo de caja que no crecía al mismo ritmo. Las emisiones en el mercado local no eran suficientes y el acceso a financiamiento internacional estaba cada vez más caro para cualquier compañía argentina.
Para muchos analistas, el verdadero punto de inflexión fue un acuerdo firmado en 2023 con Vista Energy. Sobre el papel parecía un negocio de expansión: Vista transfería a Aconcagua activos maduros en producción. Pero los términos eran duros: Vista se quedaba con un 40% de la producción, retenía todos los líquidos y aseguraba precios preferenciales de gas. Además, parte del pago se pactó en especie, con entregas futuras de barriles.
El resultado: Aconcagua operaba más yacimientos, pero no veía entrar a caja la mayor parte del valor producido. En otras palabras, más trabajo, más costos, pero casi la misma liquidez.
La tormenta perfecta
Cuando la empresa intentó emitir deuda para refinanciar vencimientos y, de paso, recomprar condiciones a Vista, el mercado ya estaba cerrado. Los precios del crudo no acompañaban, el riesgo país estaba en niveles históricos y los inversores internacionales pedían tasas imposibles.
A esa altura, las calificadoras de riesgo ya habían hecho su parte: primero, revisiones a la baja; luego, advertencias sobre el «default inminente». Fitch, FIX y Moody’s bajaron la nota hasta niveles donde prácticamente ninguna institución puede prestar. El golpe final: cláusulas contractuales que se activan con la baja de rating, acelerando vencimientos y exigiendo más garantías. Un círculo vicioso.
El lastre estructural
Más allá de las decisiones propias de la empresa, Aconcagua también se enfrentó a un entorno estructural hostil para el modelo de operador de bajo costo que buscaba implementar.
Las provincias productoras mantienen regímenes de regalías fijas que no se ajustan según el precio internacional del barril. Esto significa que, incluso con el crudo barato, la carga fiscal sobre cada barril producido es la misma, erosionando la rentabilidad.
A eso se suma el peso de los sindicatos petroleros, que imponen condiciones laborales y escalas salariales pensadas para épocas de “vacas gordas”. Estas exigencias, difíciles de flexibilizar, encarecen la operación y hacen casi imposible competir con esquemas livianos de costos, especialmente para una empresa que no cuenta con la espalda financiera de una major.
Más allá de los balances
El caso Aconcagua es un recordatorio incómodo para el sector. No alcanza con sumar producción si esa producción no se traduce en flujo de caja. Los contratos que parecen “puentes” pueden convertirse en cadenas si drenan liquidez y dejan a la empresa sin margen de maniobra.
También deja en evidencia el poder de las calificadoras: no provocan por sí solas un default, pero su diagnóstico puede acelerar el desenlace. En mercados frágiles como el argentino, una baja de rating puede cerrar todas las puertas de golpe.
Un final abierto
Hoy Aconcagua sigue operando, pero en un marco de negociación con acreedores y replanteo de estrategia. El acuerdo con Vista, lejos de ser la plataforma de despegue, terminó como un lastre en el peor momento. La deuda impaga, la carga fiscal rígida y las condiciones laborales heredadas de otra época no ofrecen salidas fáciles.
En un país donde el riesgo es moneda corriente, la historia de Aconcagua se suma a la larga lista de defaults corporativos. Pero también deja una enseñanza simple: en petróleo, como en la vida, no siempre más producción significa más dinero.